Era una fría e inhóspita noche de invierno; los árboles
pelados, la humedad palpable, la escarcha sobre las paredes… La gente caminaba
corriendo por las calles, huyendo del frío glacial, intentando desentumecer sus
congeladas piernas, sus insensibles pies.
Y mientras, él lo miraba todo desde la ventana de su casa.
Veía correr a la gente de un lado a otro, bajo un cielo sin
estrellas porque las luces de la ciudad las cegaban; bajo un manto de humedad
tan intenso que se veía caer lentamente sobre el frío y pétreo suelo de la
plaza. Veía las sombras de los cuatro atrevidos pájaros que aun se atrevían a
volar de rama pelada en rama pelada.
Se arrulló un poco más en su manta. Sólo de mirar por la
ventana ya le entraba frío. Pero su casa era muy cálida, una casa en el centro
de la ciudad, había tenido mucha suerte de haber encontrado aquel sitio. Era
una casa de ensueño, sí señor.
Se levantó levemente del sofá, lo justo para alcanzar la
chimenea y avivar el fuego. Una oleada de calor reconfortante le invadió el
cuerpo al instante y volvió a acurrucarse en el sofá con los pies subidos en
el, lejos del suelo. Siempre le había gustado quedarse embobado mirando las
llamas en la chimenea, cómo el fuego creaba cada milésima de segundo sus
propios dibujos, sus propias formas, formas únicas y diferentes a cada
instante.
De repente, una ráfaga de aire sacudió sus cabellos
enmarañados y descuidados. Nunca le había preocupado su imagen personal
mientras estuviera en casa, lo importante era estar cómodo, después de todo. Un
escalofrío recorrió su cuerpo, pero no se levantó del sofá para cerrar la
ventana, porque no podía hacerlo. Apenas dos días atrás unos gamberros le
habían roto la ventana tirándole piedras, y aun no habían venido a
arreglársela, porque al fin y al cabo eran fechas de fiesta. Pero bueno, sólo
había sido una pequeña ráfaga de aire, él seguiría allí, delante de la
chimenea, plácidamente acurrucado.
Pero no fue sólo una ráfaga de aire, al poco tiempo se
levantó una ventisca considerable, y removió la casa entera.
“Maldita ventana rota…”
Alarmado, oyó como aquel marco caía de la estantería. Esa
foto de la torre Eiffel, con la bandera de Francia al fondo, recuerdo de un
viaje que hizo apenas un año atrás con su esposa.
El cristal se hizo añicos y su humor empezó a decaer.
Las copas que lucían en su vidriera no dejaban de tintinear,
cada vez con más fuerza, porque el viento azotaba el mueble, que estaba muy
cerca de la ventana. Temía que se rompieran las copas, porque, al fin y al
cabo, eran una colección exquisita de un cristal inmejorable.
La cosa empeoró cuando el viento no se contentó con remover
su casa por dentro sino que empezó a levantar la casa. Las paredes temblaron
levemente, como si la casa se estremeciera, justo antes de despegarse del
suelo. Casi parecía que era él el que caía y no la casa la que se levantaba.
Pero, en realidad, no estaba preocupado. No era la primera
vez que le pasaba, pero le fastidiaba la situación. La casa se levantó, se descolocó,
se removió… pero no importaba, porque cuando parecía que iba a volarse por
completo, la cuerda que él llevaba atada del tobillo tiraba de la casa.
“Shrrrrhhhh… ¡Qué frio!”
Era una lástima, pero el hecho de que hubiera aprendido a
que su situación no le importara lo más mínimo no quitaba que tuviera muchísimo
frío. Se levantó, con una sonrisa cansada en los labios, y cogió el cartón con
la mano derecha, lo desdobló y volvió a acostarse en aquel umbral, utilizando
aquel cartón como manta y como único techo. Ese cartón que, en su momento,
debió contener algún producto frágil y altamente inflamable fabricado en
Francia. Aquel cartón que se había convertido en su casa. Una casa céntrica y
con unas vistas espectaculares, en una zona de gran actividad social.
Y arropado de nuevo con su cartón, su fuego, sus copas de
vidrio y su bandera de Francia cerró los ojos para evadirse al mundo de los
sueños. Para dejar de ver a aquellas personas que pasaban a su lado sin verle,
que corrían de un lado a otro haciendo las últimas compras de Navidad. Para
dejar de ver aquellas parejas que se abrazaban y reían. Para dejar de ver a
esos jóvenes enchaquetados y a esas chicas bien vestidas que los acompañaban a
una grandiosa cena de Navidad. ¡A comer! ¡A reír! ¡A gastar!
Y cerró los ojos, para dejar de ver aquellas luces que
alumbraban todo el centro de la ciudad como si fuese de día, anunciando la llegada
de las fechas de la “felicidad”, la “plenitud”, los “kilos de más” a causa de
las copiosas cenas, los polvorones y turrones y los “regalos” que traen los
Reyes Magos a niños mimados que de tanto que tienen no lo aprecian…
“Feliz Navidad…”
Y cerró los ojos… Para volver al interior de aquella casa
acogedora, con su fuego en la chimenea, las caras copas de cristal y las fotos
que le recordaban sus numerosos viajes por el mundo.